Los Celtas

Historia de los celtas


La acción se sitúa en la Roma del año 391 antes de Cristo. Los soldados, que guardan los muros de fortificación oyen a lo lejos un rumor de caballos y ca­rros, un rumor que va siendo más percepti­ble a medida que transcurren los minutos. De pronto, una gigantesca y amenazadora nube de polvo comienza a ascender por el horizonte. Minutos después estalla el in­fierno: una jauría salvaje de guerreros a ca­ballo grita al unísono al mismo tiempo que se precipita hacia la entrada. Repentina­mente cesa el estrépito ante las mismas puertas del muro fortificado. ¿Por qué es­tán las puertas de la ciudad abiertas de par en par? Los caudillos de la tropa, con signo de extrañeza, se detienen para deli­berar. ¿Se trata de una trampa? ‑piensan con desconfianza‑. Los guerreros se sien­ten inseguros ante la facilidad otorgada por el enemigo para acceder al interior de la ciudad. Sin embargo, los caudillos orde­nan proseguir la marcha y atraviesan con cautela las primeras hordas, no sin antes asegurarse de que no hay peligro alguno.
Lentamente se introducen en silencio en la ciudad fortificada con las espadas desenvainadas. Los guerreros de la avanzadilla se acercan con cuidado a las casas y dan un rápido vistazo a su interior. Con gran sorpresa comprueban que están absolutamente abandonadas. Sin embargo, perciben un ruido sospechoso que proviene de una de las viviendas. El caudillo de la tropa galopa hacia ella rápidamente, seguido de sus guerreros, y se precipitan todos hacia el interior de la casa apuntando hacia delante con sus afiladas espadas. Cinco ancianos impasibles, de largas barbas blancas, se hallan frente a ellos, observándoles mientras sostienen un bastón en sus manos. Se trata del consejo de ancianos de la ciudad, los padres de una importante familia de patricios. En sus miradas no existe el más mínimo rastro de temor. Al contrario, sus cabezas erguidas, desafiantes, se enfrentan a los invasores de tez blanquecina. ¿Qué es lo que ven los ancianos? Individuos altos, de anchas espaldas, ojos de un color azul intenso, gigantescas cabezas protegidas por cascos de metal y densas barbas pelirrojas que, prácticamente, esconden sus bocas. En cuanto a su vestimenta, ciertamente es bastante extraña. Cada pierna se encuentra embutida en un cilindro de cuero, algo que nunca se había visto en Roma, y algunos de los guerreros llevan también unos curiosos abrigos o capas de pieles, decorados con emblemas multicolores. Ambos bandos se miran mutuamente. Los invasores se sorprenden durante unos instantes, alarmados y paralizados porque no entienden la presencia allí de los ancianos. De repente, uno de los pelirrojos da un paso adelante, toma entre sus manos la barba de uno de los ancianos y estira de ella, como si quisiera comprobar de esta manera la existencia real de estos hombres. El anciano, ofendido, reacciona inmediatamente atestando un golpe con su bastón sobre la cabeza del guerrero. El hielo se ha roto. La tropa estalla en carcajadas, como si esta circunstancia les hubiera liberado de su incertidumbre. Segundos después, los guerreros elevan sus espadas y las dejan caer sin piedad sobre los ancianos. En pocos segundos terminan con ellos.


Los sanguinarios guerreros salen de la casa y montan de nuevo sobre sus caballos. Continúan galopando por la ciudad, saqueando e incendiando todo lo que encuentran a su paso. La ciudad es arrasada por completo. Roma queda totalmente destruida.
Este momento de la historia universal, dejó una impresión muy honda en la conciencia de los antiguos romanos, hasta el punto de considerar este saqueo como el acontecimiento más humillante de, toda la larga crónica del Imperio romano.
Pero, ¿quiénes fueron esos invasores? Se trataba de un misterioso pueblo, del que hoy en día todavía no están claros sus verdaderos orígenes ‑aunque. a finales de la Edad del Bronce existen indicios de dialectos celtas‑, y que durante un largo período de tiempo, se convirtió en uno de los pueblos más poderosos de Europa, dominando el territorio comprendido entre Hungría y las Islas Británicas. Los romanos los denominaron galios; los griegos, en cambio, les llamaron keltoi, que significa celtas. Sin embargo, a pesar de su poderío, poco ha quedado de aquel pueblo que en la mitad del primer milenio se distinguió por su extraordinaria fuerza de expansión. En el transcurso de los tiempos los últimos celtas se replegaron al borde de nuestro continente sobre todo en Gales, Irlanda, Escocia y la Bretaña francesa‑, en donde trataron de conservar los últimos restos de su florecimiento económico y cultural. De todas formas, es difícil comprender la verdadera causa por la cual un pueblo tan activo como el celta, sucumbiera en el devenir de la Historia.
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Puede que ello tenga algo que ver con el hecho de que los celtas fueran quizás un pueblo demasiado salvaje y, sobre todo, demasiado impaciente. Ciertamente, cuando se repasan y estudian los antiguos textos griegos y latinos acerca del pueblo celta, se tiene la sensación de estar leyendo un cómic de Asterix. Quizá Goscinny, el guionista de cómics francés que ideó a los inolvidables Asterix y Obe basó una buena parte de las costumbres y los hábitos de sus personajes en los escritos de Posidonio, un célebre historiador griego del siglo I, del cual proceden,aunque por vías indirectas, la mayor parte de los conocimientos sobre los celtas del período anterior a la época de César. Según Posidonio, la ocupación preferida de este pueblo era, junto a la lucha, los festejos y celebraciones de todo tipo. Para las célebres orgías gastronómicas a las que eran tan aficionados, la población entera solía sentarse en el suelo al aire libre, y la comida se colocaba encima de unas mesas pequeñas y bajitas. Naturalmente en tales banquetes no podía faltar el ingrediente imprescindible para producir el ambiente cordial idóneo: cantidades ingentes de alcohol. Los más ricos lo importaban de Italia; sin embargo, la gente con pocos medios económicos, alcanzaban los mismos efectos con un par de litros de cerveza de trigo. Los celtas también eran muy dados a las ceremonias. En cada uno de sus monumentales banquetes, existían unas reglas inviolables. Una de ellas se refería a que el más valiente debía recibir siempre la mejor pieza de carne. Mientras todos estuvieran de acuerdo con la elección del afortunado, esta regla no presentaba el más mínimo problema. Pero a tenor de la mítica bravura de estos guerreros, todo parece indicar que las circunstancias de pacifica armonía y convivencia resultaban poco frecuentes, con lo cual era muy corriente que un guerrero se autoproclamara como el más valiente de todos y exigiera su derecho a la mejor ración de carne. Lógicamente, todos los demás discrepaban y es entonces cuando surgían verdaderas batallas campales.

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Fuentes:Historia general de las civilizaciones. Colección Destinolibro. Vol men 75. Ediciones Destino. Barcelona, 1980. Los celtas. Venceslas Kruta. Colección Biblioteca de la Historia. Vol men, 58. Editorial Sarpe, Madrid, 1986. Los celtas y los galo‑romanos. Jean Jacques Hatt. Editorial Juve tud. Barcelona. 1976.


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