Como se puede ser santo hoy, hay santos hoy?

Se puede ser santo en el mundo de hoy?, Qué es ser santo hoy?,Como puedo ser santo? 

Ahora, como en otras épocas, también hay santos. Ni son devorados por los leones, ni habitan en el desierto sobre una columna, ni llevan coronas de espinas; son individuos que viven un modelo de santidad propio de su tiempo. 
 A lo largo de los siglos y  en todas las religiones,  los hombres hemos estado fascinados por la santidad. Expresiones como " Este hombre es un santo" son comunes, y la realidad es que los santos no son tan escasos como pudiéramos pensar. Y no sólo es la religión católica la que venera a aquellos que en vida manifestaron excelsas virtudes aunque sí es la única que tiene instituido un proceso concreto de canonización; también el Islam, el hinduismo o el budismo tienen sus místicos. Pero, para acercarnos un poco más a este intrincado mundo de los santos será mejor hacer un pequeño recorrido por las diferentes religiones.
En la Iglesia católica primitiva, la vía más rápida para ser santo era el martirio. Para los católicos el martirio es el acto supremo del amor, y allí donde está la perfección del amor está la santidad. En los primeros tiempos del cristianismo, los practicantes tenían la convicción de que los mártires, y solamente ellos, entraban en el cielo inmediatamente después de su muerte, mientras que los otros difuntos esperaban en el limbo hasta su resurrección. Debido a esta creencia, todos los mártires de los primeros tiempos de la Iglesia romana han sido elevados a la categoría de santos. Más tarde, la Iglesia tuvo que instaurar los procesos de canonización que ahora conocemos, para evitar supercherías y santos que nunca existieron. La santidad siempre ha suscitado el entusiasmo del pueblo y, por tanto, se ha prestado a todo tipo de elementos legendarios. Ahora se ha comprobado que santa Bárbara,patrona de la Artillería o santa Cecilia patrona de los músicos, nunca existieron; sólo son un mito.

Las religiones orientales, sin embargo, no tienen santos como los de los católicos, pero sí de otra clase; ellos adoran a sus santos en vida. Los budistas, hinduistas, etcétera, creen en la reencarnación de los iluminados, en lo que llaman los «avatares». El Dalai‑Lama, por ejemplo, máximo exponente espiritual de los tibetanos, se supone que es una reencarnación del dios Avalokiztevara, y Krichna fue el avatar de Vichnú. Esta es una manera diferente de ver la santidad, pero también es santidad. En todos los casos encontramos una vía común para llegar a ese estado de santidad: la mortificación.

Las crónicas tibetanas del siglo XIII cuentan de un monje que, para que nada le perturbara en el camino a su nirvana, se empaló y luego se sacó los ojos. Santa Rosa de Lima, que vivió en Perú a finales del siglo XVI, es otro ejemplo de mortificación. Cuando un joven le dijo un día lo guapa que era, se practicó cicatrices en el rostro con pimienta muy fuerte y picante. Cuando otra vez otro muchacho le comentó lo bellas que eran sus manos, Rosa las sumergió en lejía para deformarlas. Se dedicaba a comer básicamente comidas poco apetitosas y cada vez menos porciones. En la pequeña choza que sus padres construyeron para ella en el jardín de la casa, Rosa de Lima repartía su día de la siguiente manera: doce horas de oración, diez horas trabajando, dos horas de sueño. Además, siempre vestía una especie de blusa muy áspera para someter a su piel a un constante martirio de picores. Alrededor de la cintura se anudó una cadena tan fuertemente que, a cada movimiento, le hacía dolorosos cortes en la piel. Además, se colocó una corona de espinas de plata para pincharse el cuero cabelludo. Cuando su confesor trató de convencerla de que las espinas fueran por lo menos un poco más cortas, Rosa se apretó la corona aún más contra la cabeza.
Hasta aquí, después de estos ejemplos de Rosa de Lima o del monje tibetano, uno puede pensar en la vía loca de la santidad. Según el psicólogo C. G. Jung, en los manicomios y casas de salud existe una gran proporción de pacientes que, bajo la impresión de tales tormentos se creen santos y que reciben visitas de ángeles y apariciones divinas. Sin embargo, entre esos locos y los santos hay una clara diferencia: el método. Rosa o el monje eran metódicos en su martirización. El monje alcanzó su propósito, es decir, el nirvana, y Rosa dedicó su vida al cuidado de los pobres y los enfermos. Su tortura era un sistema para alcanzar su meta de santidad.
Ser santo, así, de nacimiento, no es fácil. El camino de la santidad siempre ha sido duro, y hay que ganarse el derecho de estar en la corte celestial poco a poco.
San Ignacio de Loyola, fundador de la orden de los jesuitas, fue en su juventud un héroe para las mujeres, un caballero y un soldado hasta que cumplió los treinta años. Más tarde, después de sufrir unas heridas en la batalla, tuvo que guardar cama durante varios meses. En ese tiempo pudo meditar y darse cuenta de que la vida que hasta entonces había llevado no le procuraba satisfacciones. Otro ejemplo similar es la vida de Buda. Hijo de padre brahman (la élite religiosa de la India), se fue a los catorce años siguiendo a unos penitentes. Poco después los abandonó para vivir con una prostituta, al comprobar que el camino de aquellos monjes no satisfacía sus aspiraciones. Vivió con aquella mujer hasta que un día, durante un paseo, tuvo la famosa revelación debajo del árbol: "lo que hace infeliz al hombre es el deseo".
En la vida de San Ignacio, como en la de todos los santos católicos, el pecado y el arrepentimiento juegan un papel esencial; sin embargo, nada de esto tiene que ver con la concepción budista de la perfección, porque ellos creen en la superación del hombre por el hombre y no en la gracia de Dios. El budismo es una religión atea que pretende la liberación de las ataduras del mundo a través de la iluminación y de la renuncia. Véase si no este otro ejemplo que atañe a un budista zen. El japonés Kitano Gempo, abad del templo Eiheiji que murió en el año 1933 a los 92 años de edad, conoció de joven a un extranjero que le ofreció tabaco y le regaló una de sus pipas. Gempo se puso a fumar y le dijo: «Esto es un placer, podría acostumbrarme; por eso no quiero la pipa.» Luego, ojeando el libro de los oráculos, el I Ching, descubrió que era maravilloso poder predecir, «pero como es tan maravilloso lo desecho».
Este concepto de renuncia a los placeres mortales no es tan importante en la religión católica como en los orientales. Los fumadores no pudieron formar parte del elenco de los santos durante mucho tiempo, porque se suponía que el tabaco era un vicio irresistible. Ahora la Iglesia católica ha demostrado que esto no es así, y que con fuerza de voluntad se puede suprimir su uso, de manera que en el santoral ya contamos con más de un santo fumador. San Juan Bosco, muerto en 1888, usó tabaco.
La Iglesia luterana, que no nombra santos pero reconoce la santidad, la contempla de manera diferente a los católicos. Martín Lutero le dijo un día a su seguidor Felipe de Melanchthon, quien tenía un carácter muy especial y tremendamente tímido: «¿Por qué no sales un poco y pecas, aunque sólo sea un poquito? ¡Dios también se merece tener algo que reprocharte!»
En la Iglesia griega ortodoxa existe una categoría de santo denominada Boskoi, que quiere decir el que pace hierba. Estos son aquellos hombres que se retiran a vivir en soledad para evitar las tentaciones del mundo y alimentarse a base de hierba y hojas. Uno de estos boskois que se llamó Simenón vivió su ayuno vegetariano durante treinta años en el desierto, antes de regresar a la civilización para servir a los demás. En la ciudad se dedicó a visitar prostitutas; se sentaba junto a los borrachos y pronto se ganó fama de ladrón y mangante. En realidad trabajaba como asesor espiritual de pobres, enfermos y marginados, pero la verdad de su obra no se conoció hasta después de su muerte.
Hay otro Simeón (que Buñuel inmortalizó en su película Simón del desierto) que también vivió en soledad muchos años. Ocurrió en el siglo V, muy cerca de la ciudad de Antioquía, Simeón el estilita pasó más de una década de su vida sobre una columna de 10 metros de altura, y pa­rece ser que esta circunstancia no afectó a su salud en absoluto, pues alcanzó los 106 años. Su carrera de santo comenzó a base de mortificación, al igual que santa Rosa de Lima. Para Pascua decidió en una ocasión ayunar los cuarenta días de la cuaresma y, para hacérselo más cuesta arriba, se ató a una roca durante todo ese tiempo. Decidió marcharse al desierto, después de comprobar que no existía una orden monacal o religiosa lo suficiente­mente dura para sus pretensiones. Con su hogar en la cima de la columna y envuelto en la piel de un animal, comía exclusiva­mente lo que le traía la gente y que le llega­ba a través de una especie de ascensor.
Acudieron a su columna hasta el papa León I y el emperador Teodosio. A pesar de su excéntrico comportamiento, el estilita siempre fue visto como un santo por sus contemporáneos.
La tradición islámica también tiene algunos ejemplos de estas curiosas mezclas de santo y loco, especialmente entre los sufis, una secta mística musulmana que recibe este nombre por las vestimentas que usan (la palabra árabe para designar a la lana es sus. Uno de ellos se llamó Schibli. Se cuenta de él que en un acontecimiento social muy importante fue admirado por su nueva vestimenta. De inmediato se rasgó el traje y explicó a los asombrados concurrentes que tenía la misión de quemar todo aquello que admiraran las personas porque, según admitió, el hombre sólo tenía que admirar a Dios y todo lo que la gente alabara, aparte de Dios, debía ser destruido inmediatamente.

Un caso semejante existió en la religión católica, personificado por san Francisco de Asís. Cuando el santo le dijo a su padre que no quería seguir su tradición como mercader de tejidos, porque quería vivir como monje errante, su padre le denunció por ingratitud. El tribunal le declaró culpable. Entonces, Francisco se quitó sus ropas y, completamente desnudo, a la vista de todos los curiosos, tiró sus vestidos a su padre y declaró públicamente que le iba a devolver todo.
La popular madre Teresa de Calcuta tomó una decisión parecida en su momento. Ella es el prototipo de un santo moderno. Pero como la madre Teresa, como san Francisco y como todos los santos, existen muchas personas a nuestro lado. Santos contemporáneos y anónimos que, quizás, algún día estén también en la lista. Luis Vela, jesuita y Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia de Comillas, asegura conocer muchos santos en las órdenes religiosas y entre la gente de la calle. El padre Vela habla de un médico, cuyo nombre se reserva, de quien todo aquél que le conoce asegura que es un santo por su bondad y su entrega a los enfermos. Este jesuita asegura, además, que en su propia congrega­ción, en la casa que tienen en la madrileña calle de Serrano, gozan de la presencia de un santo: «Es el más anciano de la casa y no puedo decir su nombre por el respeto que todos le tenemos, pero puedo asegu­rar que este hombre es santo y no por na­turaleza, sino que con los años ha ido con­siguiendo un autodominio que le ha enriquecido hasta llegar a ser santo. Si él está y surge cualquier sospecha de peligro, se permanece tranquilo. Si nos va a pasar al­go y él entra en eso, no pasa nada, porque se sabe que con él entra Dios.»
Uno de los más populares santos que no tienen certificado es el padre Damián. ¿Quién no ha oído alguna vez hablar de su infinita bondad? Este hombre murió lepro­so por cuidar de estos enfermos y, sin em­bargo, no ha sido canonizado. Su orden re­ligiosa no tiene mayor interés en que con­siga la aprobación oficial de su santidad,porque todos, católicos y no católicos admiten su condición de santo, incluso entre los protestantes ingleses y norteamericanos.

No hace falta ser creyente para creer que este tipo de personas,  han existido y existen aún en estos tiempos modernos. Todo el que por alguna circunstancia ha estado al lado de un santo experimenta cierta fascinación que le lleva a relatar casi como una experiencia mistica propia. Sin embargo, reconocer a alguien. como santo no es fácil.
El teólogo germano americano paul llich ha propuesto una definición muy sencilla del santo: una persona que sabe donde debe y puede ir y dónde no debe ir; es que un santo es aquella persona que siempre encuentra la decisión correcta para sus tribulaciones. Para otro teólogo Karl Rahner  los santos son instigadores o quizás impulsores del modelo adecuado  de la santidad de su época, que dan  la pauta del comportamiento santoral a sus  contemporáneos.
El historiador ateo alemán de la religión W Niggs propone que un santo es una persona que aspira a la unidad, a la totalidad. Esta definición de Niggs va unida dos presupuestos: por un lado, el santo debe tener una idea clara de lo que es totalidad y, por el otro, el sentimiento de que él mismo no es un ser unitario ni completo Así, un santo nunca tendría el sentimiento de que es un santo. Al contario, cuanto más santo sea, se sentirá menos santo cada día sufrirá un poco más por sus devilidades. Esta es una constante que se ve en todos los santos conocidos. De hecho renuncia y la mortificación son dos vías claras de aplacar esas faltas. Y no importa la religión a la que el santo pertenezca si no el objetivo final que pretenda; lo mismo da que quiera llegar al nirvana hindú que a la bondan cristiana, el objetivo siempre es la perfección. Y si seguimos la teoría de Alfred Pler, uno de los pioneros de la psicoterapia en cada uno de nosotros se esconde una fuerza, un impulso... Nos mueve una especie de santidad.



Las religiones orientales no tienen  santos como los nuestros, pero sí de  otra clase. En  cualquier caso, todos siguen la vía de la mortificación.  Los monjes zen aspiran a romper la  fuerza del pensamiento para,  de esta manera,  alcanzar un  conocimiento superior al terrenal.


Fuentes:
Santidad: un camino para todos. Ronald Nicholl.
El libro de los santos. Andres Pardo y Jose Angulo.
Tres que dijeron sí. J .H de Sobrino.
Fotos:Revista muy interesante editorial cinco colombia
Wikipedia commons.




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